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lunes, junio 15, 2009

A TRAVÉS DEL PUENTE DE CRISTAL

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Esto del luto es una monserga, pero también una aventura. Hacía mucho tiempo que no escribía tanto y en tantos lados, lo que me encanta pero también me asusta. Mas no me asusta la responsabilidad, el compromiso, sino el riesgo latente de estar en ascuas por causa del acecho de los fantasmas que fustigan así el dolor como el amor. (Y me asusta que aún no percibo un centavo por esas palabras; y la ausencia de comentarios a veces me hace dudar de su utilidad y penetración, aunque claro, la safisfacción personal y la difusión aparejada por ahora bastan y sobran)
Hay muchas formas de duelo, tantas como cabezas en el mundo y como experiencias afectivas. Pero todos en algún momento de la vida experimentamos El Duelo, así con mayúscula. Generalmente ese tiene que ver con la pérdida del más grande y definitivo amor. Y puede repetirse, aunque graduado. El Duelo es un hito, el punto de partida de la iniciación para ser humano.
Recientemente, la indignación por la tragedia sufrida por las familias de los pequeñitos fallecidos a consecuencia del incendio de la guardería en Hermosillo, Sonora, México, inscribe y nos incluye a todos en esta forma de duelo, si bien los principales protagonistas de esta historia son los padres.
De nuevo, mi madre sale al paso para ayudarme a asimilar la realidad. Pues aun cuando ella para mí representa hoy El Duelo de mi vida (título que se suma a la lista de mis novelas, cuentos, poemas y ensayos que tengo frente a mí en el escritorio, en plena producción) sé por ella y su experiencia personal que incluso semejante quebranto no se compara con la pérdida (por cualquier medio o circunstancia) de un hijo, máxime cuando la privación sucede en las edades más tiernas. En mi familia lo sabemos y comprendemos con claridad y con dolor compartido.
Pensado y dicho lo anterior me veo al espejo y descubro una copia de mí mismo. Una versión masculina y mexicana de Susan Boyle. De pronto me parece ver en derredor máscaras de facciones neutras, sin embargo imitando los rostros de mis seres queridos. La superficie del espejo me revela el cambio que he venido padeciendo día con día. Soy como Bipa, la joven protagonista de La Emperatriz de los Etéreos, con hilos de plata entre los cabellos cada vez más escasos, una piel que se va adelgazando erosionada por la pena, desgastada por la edad. Tras mi mirada ahora más transparente adivino la piedra semipreciosa que palpita en mi pecho, el ópalo que regula mi vida, el reservorio de la belleza y la razón de mi ser. Como agua cristalina, el frío bloque de hielo, el reflejo mercuriano ante mí me expone invertido, divertido, controvertido, en una compleja introversión que apuesta por extrovertirse aunque sea por medio de las promesas contenidas en las palabras, ésas como estas que ahora lees con paciencia y quizás algún afecto, como cruzando un puente de cristal tan firme y vulnerable como el sueño que he tenido.
Aunque no la había leído cuando la mencioné por primera vez en este espacio, La Emperatriz de los Etéreos es una novela cuyo público objetivo lo conforman los infantes y los adolescentes; pero no exclusivamente. Se trata de una historia fantástica, que se antoja de ecología un poco futurista. Es una historia que linda con las fronteras de los mitos de iniciación. Sencilla, visual, su motivo central es el cambio, la única constante en la vida; la transformación de la corporeidad a la espiritualidad, el abandono del prejuicio para abrazar el juicio de la madurez.
No es necesario ser niño o adolescente, físicamente, para identificarse con los personajes de la novela y la historia que narra. Personalmente, al principio me identifiqué con Aer, el amigo de Bipa, por lo curioso, su alegre interés en la novedad, su idealismo y su carácter disperso pero firme. Confieso que a Bipa la repelí por su exagerado pragmatismo que a veces raya en la grosería. Me cayó mal. Pronto descubrí que es más cercana a mí de lo que imaginaba.
Aquí no tiene qué ver el lado femenino o masculino del lector, sino los valores y cómo se van lustrando en el transcurso de la narración muy bien escrita por la autora española Laura Gallego García.
Parecerá que ahora, en el párrafo que comienza, cambio de tema. De ningún modo, mi Elogio de la Lectura consiste en la concatenación de sensaciones y experiencias enraizadas en las imágenes que suscitan las palabras, o las palabras que detonan las imágenes. En el cuento "Carta a una señorita de París" de Julio Cortázar incluído en el primer volumen de los Cuentos Completos editado por Alfaguara y que originalmente formó parte del libro Bestiario, el protagonista y narrador detalla su peculiar estado. Es un individuo que vomita gazapos, conejitos vaya. Aquí usé la palabra gazapo con todo propósito, tanto como sinónimo de cría de conejo, como en su sentido de "error o equivocación que por inadvertencia se deja escapar al escribir o al hablar".
El personaje del cuento se dedica a escribir, así que Cortázar tampoco utiliza gratuitamente la palabra "gazapo" sino como metáfora. Quienes escribimos o pretendemos hacerlo, como dicho personaje vivimos entre gazapos, a veces muy encariñados con ellos a pesar de lo molestos e incómodos que pueden ser. Como el personaje, ahora yo veo mi entorno y, agobiado por la ausencia de mi madre, también concluyo "qué difícil oponerse, aún aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en la modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones".
Susan Boyle, como yo y de mi misma edad y también soltera, de algún modo adolescente, también recientemente huérfana; Bipa, como ambos, enamorada de la esencia del huérfano Aer, del que en un momento se ve privada, se lanza a la aventura del duelo y todos, igualmente, nos lanzamos a la búsqueda de nosotros mismos, sin rumbo definido, acompañados apenas por un fardo de recuerdos que, no obstante su peso y apariencia de golem monstruoso, fielmente nos sigue por el sólo hecho de ser el resultado de la memoria, el conjunto más cuidado de gazapos, la reminiscencia de lo que acostumbramos ser como suma de aciertos y errores, la esperanza de resultar en el orgullo de nuestra madre por obra y gracia de nuestros talentos, tal y como promete el físico relativista Daniel Hawking a su mamá dentro de la serie televisiva Lost. "Las costumbres", escribe Cortázar, "son formas concretas del ritmo, son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir". Pero estas también con el tiempo se diluyen convertidas en rutina. La rutina es útil mientras sirve a la construcción de lo que se tiene: la vida.
"Vivir la vida", pone Laura Gallego en voz de Bipa: "eso no tiene precio. Quien no haya pasado nunca frío no apreciará el valor de una huoguera. Quien nunca haya llorado no disfrutará de los momentos de risas. Quien no haya pasado hambre no valorará un plato de estofado caliente. Quien no conozca la muerte no sentirá amor por la vida". Esto es lo que mi Coneja me enseño.

Una postdata para ser congruente con estos Apuntes alrededor del vacío, secuela como bien sabes de mis Apuntes alrededor del Deseo: La Emperatriz de los Etéreos por su impresión es como dos libros en uno. El forro con solapas, impreso en técnicas offset y serigráficas, equivale a uno con cuerpo pero vacío de sustancia; es preferible quitarlo para no dañarlo, así se descubre una portada de diseños menos corpóreos. Es el segundo libro, nada hueco.

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