Copyrights @ Journal 2014 - Designed By Templateism - Published By Gooyaabi Templates - SEO Plugin by MyBloggerLab

martes, diciembre 09, 2014

Leer o no leer, ¿ahí el dilema?


Si bien en muchas ocasiones comulgo con Arturo Pérez-Reverte en muchos temas, esta vez no es así (léase la nota adjunta:"El Quijote crea buenos ciudadanos: Perez-Reverte").

Comprendo a cabalidad la importancia literaria y que para la cultura y la lengua hispanoamericanas reviste El Quijote entre muchas otras obras "consentidas", no obstante me queda claro, desde la experiencia en la academia y la personalísima que, dadas las características de las nuevas generaciones, lo peor que puede hacerse en la educación, cualquiera que sea, y especialmente en niveles primarios y secundarios es imponer, obligar a la lectura, así se trate de los clásicos.

Por lo menos en México, donde muchas veces los mismos profesores no están debidamente preparados para conducir a los educandos en la lectura analítica y de comprensión, forzar la lectura de ciertas obras so pretexto de ser fundamentales para el desarrollo humanista de los individuos, en lugar de incidir positivamente en el interés y afán de cada cual por acercarse a los libros redunda en su rechazo. Si a esto aunamos las "facilidades" que conllevan las tecnologías en aspectos didácticos y en el "ahorro" expresivo, pero aún.

Hoy más que nunca antes, a los lectores se les debe persuadir, seducir. Los clásicos no son el garbanzo de a libra, como sí ocurre con algunos textos que, a pesar de su discutible calidad tienen la ventura de tocar la curiosidad, de hacerse significativos para los estudiantes, atraerlos como moscas a la miel de las páginas de un libro.

No estoy afirmando ¡guácala con los clásicos! Ellos también tienen la virtud anotada y muchas más. Solo reconozco y enfatizo que cada lectura tiene su tiempo de maduración. No todos empezamos, de niños, leyendo a Salgari ni de él mismo sus obras de aventuras en los siete mares. No todos tenemos la capacidad imaginativa para comprender el surrealismo de Ende o de Franz Kafka, para el caso de traducciones al español (luego poco confiables). Yo mismo no me atreví a leer Cien años de soledad hasta que me sentí mental, intelectualmente preparado para acometer la empresa. Y es fecha que no he leído Don Quijote de la Mancha. En el arte en general hay obras cuya relevancia no puede ser atajada como si nada.

No todos le entran a la poesía (si lo sabré de sobra en tanto poeta), así se trate de un texto erótico o uno plagado de consignas contra los politicastros.

Hoy veía una nota sobre un grupo de jóvenes cantando una canción de protesta contra el gobierno mexicano y lo primero que noté fue el rango de edades de los cantantes. Luego atendí la letra y no pude más que concluir: alguien mayor de veinte años está detrás de esto. Y es claro, no por hacer menos a los muchachos, pero naturalmente, por más avances que haya, la mentalidad de los jóvenes es maleable, llena de huecos, con tendencia a la imitación de patrones, ideas, conductas, actitudes y valores, no se diga de opiniones. Esto no los hace menos, no obstante los hace vulnerables a los intereses mezquinos de los oportunistas, los hace carne de cañón predilecta de los que albergan esperanzas aviesas frente a la posibilidad de hacerse de un modo u otro con el poder. Lo hemos visto generación tras generación: jóvenes que en su despertar a la vida contrastan su experiencia con la de sus ancestros y predecesores, fincan sus ideales en una realidad que sienten les va quedando chica y acaban por minar con iracunda virulencia cuando no con desidia, llevados por el rencor, la desesperación, la ambición, las aspiraciones frustradas, más dispuestos a destruir para reconstruir que a construir sobre los construido.

Es más, la digresión anterior sirve para examinar. A esta altura de este texto, habrá que contar cuántos ya se van quedando y siguen dispuestos a seguir ya no nada más el próximo párrafo o la inmediata línea de abajo, sino esta palabra antes del punto y aparte.

Si tú, amigo lector, has rebasado la frontera del punto, antes que nada gracias. Por tu paciencia, interés y gusto por la lectura. Pues no siendo yo un clásico y diciendo quizá barrabasadas me has dado permiso de entrar por los ventanales de tus ojos hasta ese rincón íntimo de tu mente y tu corazón donde habita la curiosidad por saber. Algo, aun anterior a este artículo, detonó tu hambre y tu sed de letras. Te nació pizcar las migajas dejadas por mi retórica, y si llegaste hasta aquí nadie te obligó, ni un profesor ni un programa académico ni tus padres ni Dios, acaso solo tu libre albedrío.

Y en este darme y darte permiso de entrar en un diálogo a través de la distancia confirmo que ninguna letra puede ingresar en la conciencia a punta de insidioso deber. Hay cosas que sí son necesarias y vitales. La lectura puede serlo, pero no el modo como se lo ha venido enseñando por siglos. Que conste, no me opongo a la lectura de nada, sino a meterla con calzador en el ánimo del lector incipiente.

viernes, julio 25, 2014

Almas vecinas

Hay escritores publicados y premiados y no por ello son del todo conocidos. Hay los que sin pasar por los ojos de los lectores gozan de fama indescriptible.

Habemos los que no sabemos desatarnos de la circunstancia y los que son en sí mismos lo que ya Ortega y Gasset apuntaba: snobs en constante búsqueda y construcción de la propia.

Esta vez quiero compartir un poema que, a mi juicio, goza de una fuerza y una solidez descomunales, de esas que solo pueden surgir del alma. Ya quisiera leer más textos de escritores mexicanos coetáneos o más jóvenes con la honestidad y desgarro espirituales que hallo en este texto como en su autor, Manuel Pérez- Petit (algo tendremos de parientes por causa de su apellido materno) de quien no quiero decir mucho, porque temo que no le haría debida justicia.

Coetáneo, español (perdón, catalán) de origen, avecindado en México por causa, como les pasa a tantos, de enamorarse de lo que esta maravillosa, prodigiosa tierra nuestra ofrece y muchas veces quienes somos oriundos de ella no aquilatamos, tuve ocasión de conocerlo, de tratarlo unas pocas veces por motivo de laborar para él y su editorial Sediento Ediciones algunas dictaminaciones de libros. Su semblante afable empero ligeramente adusto me reveló desde la primera impresión un alma decidida, aventurera, melancólica y colérica, ingredientes estos necesarios para hacer de la mezcla literaria verdadero polvorín. Periodista de profesión, poeta por vocación, pluma de buena cepa, déspota para algunos (ni yo me salvo de que me tachen con semejante adjetivo, ya se ha visto y lo he comentado) su grado de exigencia en lo que la palabra y sus usos se trata lo hacen un escritor y un editor un poco a la vieja usanza; lo que es bueno para unos y no tanto para otros. ¿Buen amigo? Quizá, no lo conozco tan a fondo.

Confieso que, aun cuando tenía noticias de su regular fama y nombre, en realidad desconocía su obra. Es apenas cuando ha estado soltando aquí algunos poemas suyos que me he ido acercando aún más que cuando le estreché personalmente la primera vez.

Este poema en particular me ha colocado en una posición peculiar, parafraseando el dicho, entre el espejo y la pared. Porque encontrarme un extranjero que se sienta, como decía un amigo cubano de mi padre, más mexicano que el pulque no es frecuente y me conmueve hasta el corazón mismo del agave. Más cuando se expresa con la fuerza y precisión con que este poeta lo hace. Me atrevo a decir, aun habiendo leído poco, que estamos ante un escritor que cae en la descripción de Unamuno para quien la densidad de la palabra lo era todo.

Es este un poema denso por sustancioso. Es este, lo aseguro, un poeta denso por su gravedad y su soltura, complejo en su simpleza y simple en su proposición.

Disfruté conocerlo y ojalá el trato se prolongara, a pesar de mi encierro. Le entregué con posibilidad de publicación mi Laberinto Bestial 1. Semillero de Indicios. Le vio potencial y también coincidió en la necesidad de enmiendas menores (que no hice para la autopublicación, pero sí he efectuado para una segunda edición). No supe si finalmente cabía en sus intereses, pero poco importa, porque al fin somos bestias que abrevamos en el mismo venero de la, como calificó Octavio Paz, libertad bajo palabra.

Dolor de México
De Mi pensamiento (2005-1011, incluido en Sin tierra soy, 2013, Tintanueva ediciones)

Manuel Pérez-Petit mirando el Templo Mayor
de los mexicas en México, D.F. Agosto 2010.
Imagen: Search Pofy
Sé que me callarán hasta los huesos,
que es mi deber ser mudo aunque mi lengua
explote con serpientes y con gatos;
que en este levantar de la hemorragia
debo tragarme entero cual cicuta
este dolor que siento y nadie siente.

Manuel sin tierra soy, y así me aguanto.
Se puede preguntar, pues hay respuestas
deseando borbotar a nuestro encuentro
en esta nopalera del camino
y bajo el sol que mata ya es mi apuesta
apostar por el sol que resucita.

Yo soy mitad durazno medio tuerto,
de corazón helado y reclamante,
ser de mieles cuajadas de tristezas,
nave desvencijada y con espinas,
apenas un proyecto, apenas nada,
reventado de erratas sin sutura.

Yo soy un ser sangrante sin remedio,
yo nací defectuoso y esto es crónico,
y más desde que piso nuestra tierra,
la tierra prometida, Tenochtitlan,
amor de mis amores, y si pesa,
recomiendo camotes y ajo y agua.

Yo soy el megalómano si opino,
la piedra en el zapato que anda solo, 
otro nuevo Cortés y otro Alvarado,
el que contrasentido se encamina
en una meteórica carrera
dedicada a medrar y a ser insulto.

Yo soy el alacrán que quita el sueño,
una especie de chinche maliciosa,
un chapulín incómodo y chocante
que aparece de pronto entre las sábanas,
llenándolas de olor a puro caño,
el escamol perdido y la urticaria.

Yo soy un ser molesto por ser libre;
por venir de los mares que cruzaron
quién sabe quién y qué tristes torturas,
y aunque de la chingada sea mi padre
también soy hijo pródigo y querido,
y en la patria común de la palabra.

Yo soy el pinche ser que siempre ofende,
el que impone lecciones y se arrastra,
y, en lugar de humillarme y ser soluble,
voy dictando doctrinas de otro mundo,
que siento que es peor que en el que vivo,
a este país de fuego, edén del agua.

Y aunque deba callarme no me callo,
pues no me da la gana, y que expatríen
mis huesos en el hueco de este pino
el puñado de amigos que aún no tengo,
los que cosen mi boca, los censores,
negando libertades que son mías.

¿Qué pinto, pues, joder, en el dolor
y cuando este dolor no siendo mío
es más mío que el duelo enlutecido
que envuelve a lo que amo en esa manta
podrida por un virus de ignominia
y en la que estando todos yo no quepo?

No soy indiferente a tanta sangre
ni al duelo vergonzoso establecido
por lo institucional que se denigra,
y en la revolución a que me apunto
espero hallar un hueco respirable
para mi ser de apátrida cansado.

Y al llanto que me clama y moviliza
por un México limpio de dolores
me alzo y alzo mi lápiz y este puño
de corajudos versos, manos blancas,
banderas de silencio y ventanales,
-y ya me vale madres qué digáis-,
me alisto de inmediato a la batalla,
con la sola defensa de mi pecho,
y quiero ir al frente para siempre,
a vuestro lado, al tuyo, así a morirme,
por esta causa noble de la patria,
y por mucho que pese a quien le pese,

mi grito es: ¡Viva México, cabrones!


martes, abril 22, 2014

Cosas de espanto o hacia la construcción de personajes



LA SEMANA PASADA fui al cine con un buen amigo a una función de media noche que no es como las de mi juventud. No vimos "Emmanuel 75" o "Garganta profunda 87, atragántate con esta". Vimos "El Hombre Araña". Siendo de media noche primero pensé, ¿qué le voy a ver al héroe! No es lo mismo los huevos de la araña negra que... Pero ¡ash! el hombre no arañó ni el asiento, jajajaja... Luego mi amigo y yo charlamos largo, analizando la película como acostumbramos. Estábamos en mi casa. De pronto vi una rara sombra sobrevolar las escaleras de la sala.

Yo estoy acostumbrado a las manifestaciones "sobrenaturales" que suceden en mi hogar aun desde antes de la muerte de mis padres. Mi amigo también ha experimentado algunas de ellas. Esta vez se sintió incómodo.

Pasaron los días. El jueves 17 de abril murió el grandioso Gabo. El viernes sucedió el temblor de más de siete grados que sacudió a la ciudad y me llamó una querida prima y bruja cartomanciana (los primeros ojos verdes fulgurantes que iluminaron mi vida, desde antes de mi primera musa) para saber si me encontraba bien. Charlamos de esto y lo otro y aquello y de que mi abuela Luisa, que ella conoció bien, había leído en su juventud la baraja española hasta que cumplió una manda de retirarse tras curarse mamá de un accidente por el que, siendo una adolescente, picando cebolla, se cortó una falange de un dedo.  Contaba mamá que mi abuela Luisa era muy atinada en sus vaticinios y la buscaban mucho las señoras pomadosas para consultarla en calidad de oráculo.

Volvieron a pasar los días con sus horas. Una noche, Micha estaba de necia maullando sin que yo comprendiera sus motivos, me miraba como fastidiada de tratar de hacerse entender, de pronto abrió por completo sus ojos y movió la cabeza rápidamente dirigiendo la mirada a un punto sobre mi cabeza, un segundo después salió corriendo de la habitación dando fin a su necedad.

Esta mañana... ¡Pum! Un golpe sonoro y el movimiento brusco de mi cama me despertaron de pronto. Inmediatamente hice en un santiamén asociaciones lógicas sobre la fuente: no podía haber sido ocasionado en la casa del vecino pues la cabecera ni hizo ruido. Me levanté, di una patada a cada lado de la base de la cama. El sonido era idéntico. Por supuesto no podía corroborar el movimiento de la cama como consecuencia de la patada, pero era obvio. Descarté otras causas lógicas como que era absurdo que la gata ocasionara algo semejante. Así, sólo pensé: alguien me pateo la cama, pero ¿quién? Más tarde, en las noticias confirmé como falsas mis sospechas de algún estallido como el sucedido en San Juanico hace una veintena y que se sintió hasta en mi casa, a muchos kilómetros de distancia. Aquella vez comencé a soñar la pesadilla de que soldados del ejército estadounidense arremetían con ariete contra la puerta en medio del fragor de una encarnizada batalla. ¿Qué había pasado ahora?

Mi madre me despertaba o llamaba (incluso un par de veces tras su muerte) susurrándome al oído, acariciando mi cabeza con suavidad o gritando mi nombre o haciendo ruidos desde su habitación o la de enfrente, casi como hace Micha que por cierto, ¡qué coincidencia! llegó a mí, me adoptó justo el día del cumpleaños de mi Coneja cabeza de alfiler. Sólo quedaba la posibilidad de que el causante hubiera sido mi padre, el pícaro Duende Verde.

Cuando yo era chico a él le daba por despertarme jugando a la motoconformadora. Como él, siempre he tenido el sueño muy pesado, así que él llegaba temprano, me daba mi mamila y colocaba sus brazos bajo mi cuerpo y las cobijas; haciendo ruidos como de motor ¡bssss! ¡groarrrrr! ¡pfff! ¡uuuugrrr! Con sus brazos me iba removiendo y empujando hasta provocar divertido mi caída de la cama, y yo lo dejaba hacer también gozando el momento, excepto por el asqueroso embrión de huevo con que él hacía mis licuados y que invariablemente se atoraba en el orificio del chupón (hasta los nueve años disfruté de este tratamiento de bebé; a diferencia de mi padre, mi madre separaba el embrión). Luego de caer, yo volvía a la cama y a seguir durmiendo.

Mi horario habitual es más bien vespertino y nocturno, como de gato, crepuscular. Desde bebé voy conciliando el sueño a eso de las tres de la mañana, así que entro en la oscuridad del dormir cuando dicen que empieza la actividad de los espantos.

No puedo achacar mi puntual impuntualidad a mi padre, pero en buena medida contribuyó a que adore la cama, a que procure dormir mis ocho o nueve horas, pero también a llegar corriendo a la escuela y otros sitios hasta que mamá tomó las riendas y ni así. Ya adulto, ni siquiera mis dos despidos laborales que usaron ese pretexto cuando las causas reales obedecían a otros motivos, ni el psiquiatra con que me sometí a terapia para ajustar mi ciclo circadiano consiguieron ciento por ciento su cometido de meterme en la norma. Por lo tanto, sólo mi padre muy dado a las bromas pesadas pudo haberme movido el lecho; es más, haciendo memoria creo recordar que alguna vez en esos años de infancia me lo hizo eso de patear la cama, pero no es igual despertar abruptamente y ver a papá atacado de la risa que despertar igual y no ver al causante.

Poco después de la muerte de papá le dije que podía venir a visitarme cuando y cuanto quisiera, y sabiendo su interés y curiosidad por la tecnología lo conminé a emplearla para contactarme. Pronto hizo lo propio y una noche, cuando estaba yo comenzando a dormir, en mi celular sonó solito un archivo de audio de broma muy simpático que algún amigo me había enviado tiempo atrás con motivo del Día de la Madre. Era el tipo de vaciladas que a papá le habrían gustado recibir y enviar del modo como hizo el lapso que usó la computadora. Sospeché la causa, pero no hice caso. Minutos después, el mismo audio volvió a sonar; entonces percibí con toda claridad a papá (a mis muertos no los veo o escucho, los presiento) y charlamos y recordamos anécdotas y contamos chistes y reímos, como reí esta mañana cuando caí en cuenta de su broma. Es más seguro que eso sea y no un lúgubre aviso de alguna pena por enterarme.

A pocos días de la muerte del creador del realismo mágico, luego de presenciar una luna enrojecida, escribo esto y dudo. Lo narrado aquí no es propiamente un cuento ¿o sí? ¿Dónde queda la frontera de ese país fantástico, mágico en que las mariposas amarillas transportan levitando a la memoria a su morada de olvido y la realidad?

En 1998 decidí escribir la novela sobre la historia de mi genealogía, pero es tiempo que no trazo ni una línea. Sólo he acumulado apuntes de investigación, datos. Hacia 2002 leí una novela alrededor de este tema, La Lágrima. Historia de una familia que bebía de los vientos, escrita por Ignacio Gómez-Palacio, que me cimbró. Muy cercana en algunos aspectos a mi familia, la familia en que se centra la historia narrada en esa novela situada en Michoacán (de donde también es parte de mi familia materna) experimenta entre otras cosas cómo los alacranes precedidos de mariposas negras anunciaban horrorosamente el final de alguno de los miembros. Quién me hubiera dicho que me sucedería algo semejante; no lo habría creído, pero pasó especialmente con los decesos de mis familiares maternos.

En 2013 al fin me decidí a leer Cien años de soledad. Me sentí con la madurez suficiente para apreciar la novela de Gabriel García Márquez de quien ya había leído otras obras y esta aguardaba en la estantería desde los años setenta del siglo veinte.

Tras leer este libro más me he detenido en la empresa de escribir la novela de mi genealogía. Temo caer en lugares comunes, imitar involuntariamente al genio colombiano porque también en mi historia familiar hay mucho de realismo mágico. Sé por dónde empezar, pero no por dónde transitar.

¿Y si fue Gabriel García Márquez quien pateó mi lecho como una especie de enviado para sacudirme, mi personal Melquiades para sacarme del marasmo y evitarme ser un remedo del Coronel Aureliano Buendía, o como José Arcadio perder la cordura y morir atado al tocón del jacarandá en mi jardín y que está pendiente de que ponga manos a la obra en tallar el torso inscrito en la suave madera; porque tengo tanto manuscrito por leer y escribir?

Tendré que esperar al próximo espanto para saber qué quiere de mí ahora mi soledad.