ESTA TARDE, aunque el comienzo de este ensayo conduzca de modo mental a la idea detrás del bolero del extinto y añorado Armando Manzanero, nada tiene que ver fuera de la efímera descripción nostálgica de lo que sucedió y pudo ser o resultó de una forma distinta por causa de la lluvia. Así que no, esta tarde no vi llover ni vi gente correr y en cambio sí estabas tú, ese otro yo que soy en tanto escritor. Y es a ti a quien dirigiré estas líneas, porque sé que en calidad de lector habrás de empatarte con aquellos más que pudieren darte vida mediante sus propios ojos.
Esta tarde, pues, vi que un ave enamorada, vestida de idea peregrina voló frente a mí, elevándose hacia la inconsciencia cuando de pronto me miró desde lo alto y optó por clavarse hacia mí en picada, del modo que lo hace la pluma cuando avizora el espacio en blanco de la hoja de papel donde irremisiblemente habrá de estrellarse una y otra vez, manchando con su sangre las líneas que hacen huella de su audacia. ¿Irremisiblemente? No, siempre cabe lugar para el arrepentimiento, para el cambio de curso cuando de tramar una idea se trata. Pero, una idea es una idea y mientras no se plasme de algún modo evidente, palpable, incuestionable para los sentidos humanos, solo es eso, una idea y ni las leyes pueden protegerla mientras no tenga carácter de obra, así sea incipiente o acababa.
Mas, aun de tal manera, siempre deja un hueco por donde las ansias depredadoras, las mezquinas rémoras de la oportunidad consiguen asomarse, colarse, para dar un mordisco a la idea, sin herirla, y, como virus, preñarla con la propia carga de herencia ajena. Si uno no tiene cuidado, o a pesar de los cuidados, tarde o temprano ese bocado acaba extraído, mutado y dando pie a una cepa distinta y sin embargo parecida al origen que la hizo posible.
Esta tarde, decía, eso fue lo que vi. Caí en cuenta, una vez más, que las ideas no le pertenecen a nadie, que están ahí, flotando en el éter como decía Platón, esperando que llegue el hombre ansioso de trozo para, desde ahí, germinar una obra o mil o tantas como hambrientos creadores se prendan de su membrana nutritiva.
Esta tarde vi, disfruté sorprendido, la realización de un relato del escritor argentino Rodolfo Walsh como parte de una serie intitulada Variaciones Walsh; fue concretamente el episodio nueve "Nota al pie". La serie de corte policiaco fue producida para la televisión pública argentina en 2015. Apenas vi el episodio no pude sino pensar mal, sentirme plagiado pues el relato parecía basarse cerca del ciento por ciento en la trama central de mi saga aun inconclusa Laberinto Bestial y cuyo primer volumen, "Semillero de Indicios", escribiera y autopublicara en 2011 estructurado a manera de un compendio de relatos aparentemente inconexos justo incluye fragmentos que se relacionan con el contenido del episodio en cuestión: un escritor ha desaparecido y en cambio a las manos del editor han llegado una serie de papeles sin sentido, que más semejan un diario íntimo que la obra planeada para publicar próximamente. Por supuesto, hay variantes en las edades de los personajes, en la época, en las interrelaciones y no se diga en el motivo del protagonista y el desenlace del mismo, además de otros detalles.
Antes de lanzarme a alegar a nadie en defensa de mi derecho de autor, me puse a investigar y para mi azoro corroboré que los relatos que conforman la serie los habría escrito muchos años antes Rodolfo Walsh. Entonces yo me sentí el plagiario; pero, también recordé que las ideas, en tanto ideas, no tienen dueño y que muchas veces basta un cambio mínimo en una obra para que sea algo distinto, particular, ajeno a lo que uno pudo haber pensado sobre la base de una misma idea.
Las ideas son solo indicios, iluminaciones con capacidad de hacernos ver las cosas de una manera digamos general a partir de las cuales cada uno de nosotros podemos elaborar, construir lo que, en nuestra interpretación, tiene para darnos y conducirnos esa idea. De ahí que lo que las leyes protegen sean las obras terminadas y hasta cierto punto y medida.
Una simple búsqueda con las tecnologías modernas o hasta en una biblioteca, a la vieja usanza amanuense, puede darnos una lista de obras escritas bajo un mismo título, pero cuyo contenido implica puntos de vista diferentes, temáticas distintas, géneros variopintos, y pueden estar dirigidas naturalmente a públicos propios y separados. Cada obra, pues, es independiente del autor fuera de algunos rasgos menores, por ejemplo estilísticos, que permiten identificar la autoría, si bien es cierto también que, como ocurre con obras pictóricas, dichos rasgos pueden ser falsificables en la tarea de crear réplicas casi exactas, clisés, reproducciones.
Escribo estas líneas en medio de una de las pandemias más serias que ha vivido la humanidad en los recientes dos siglos XX y XXI y hoy comprendo que las ideas son como esos virus que no sabemos de donde provienen, cómo surgieron, pero que cada vez que nos infectan adquieren la potencia para replicarse y transformarse en variantes más contagiosas, mortales, determinantes de la vida y duración de una obra específica.
Estas Variaciones Walsh me llevaron, sin que yo pudiera sospechar, al hallazgo de mi personal soberbia compartida con muchos otros autores que, engreídos de la propia capacidad creadora olvidamos que no somos los engendradores de ideas, sino que solo abrevamos del universo y, si tenemos suerte, alguna se enquista en nuestro afán para habitarnos y dictarnos las reglas con que espera que la difundamos. Cada obra hecha, entonces, es un vector de dispersión de ideas y cada que nos acercamos a las obras humanas corremos el bendito riesgo de quedar en riesgo de volvernos huéspedes de esas ideas huérfanas en busca de un hogar donde engendrarse para ser, así sea como copias.