Declaración de Principios
(Texto escrito el 25 de febrero de 2007 y ampliado el mismo día de su publicación)
No existen las palabras perfectas; sólo hay construcciones oportunas e intenciones afortunadas.
La verdad de un texto descansa en el entramado de sus elementos, sea que estos se ajusten a un arreglo resultante de la casualidad, siempre espontánea, sea que obedezcan a un disciplinado orden previsto por una voluntad siempre inconforme con el estado que guardan las cosas.
Hace tiempo me preocupaba mucho -demasiado, diría yo- que lo escrito por mi pluma fuera perfecto, acomodado a las normas más estrictas de la literatura y sujeto a las posibles expectativas de futuros e ignotos lectores y críticos de mi trabajo expresivo. El temor al rechazo me hizo dudar en más de una ocasión y a causa de ello muchos poemas, cuentos, ensayos y novelas se quedaron durmiendo el sueño de los justos en cajones, cuadernos, papeles sueltos, como simples notas tímidas ante del qué sentirán.
Entre el rechazo y la aceptación
Pero no sólo el miedo al rechazo de mi producción literaria fue un freno, también lo fue el temor a su aceptación, a los efectos probables y soñados que podría tener mi palabra. Y este arredramiento fue más fuerte por fundado.
Jamás, en realidad, estuve siquiera sometido al juicio de críticos profesionales, a no ser las opiniones de condiscípulos, amigos o familiares, quizás alguno que otro discípulo. ¡Claro que esas no son críticas! Apenas son halagos comedidos o desaprobación desinteresada. Sin embargo, hubo un día...
Uno, que guardo celosamente en la memoria y hoy escapa indecente mientras ambienta la habitación la versión orquestal de Stokowsky a la Tocatta y Fuga de J. S. Bach. Ese día, por descuido de mi parte, una compañera de la universidad hojeó mi cuaderno de poemas y leyó uno que la conmovió hasta las lágrimas.
Me reclamó admirada. Cuando caí en cuenta del hecho, no supe cómo reaccionar. ¿Con vergüenza del que sabe desnudada su alma? ¿Con coraje de quien se siente vejado en su intimidad? ¿Cómo?
Sólo acerté a callar, a cerrar mi cuaderno de poemas y a meditar sobre el poder de las palabras y sobre la medida de sus intenciones.
Fue un descubrimiento maravilloso: con mis palabras, auténticas y sin retoques perfeccionistas, podía conmocionar ya a llanto, ya a risa.
Desde entonces no me preocupo por hacer grandes correcciones. Este mismo texto, sale de un sólo intento o casi. Eso sí, el esfuerzo consiste en dejar que la naturalidad del lenguaje fluya de manera comprometida, pues cada letra, cada signo, cada frase, es mi responsabilidad, y la amplitud del léxico no puede ni debe verse mermada en afán de la simplicitud y la simplicidad.
Hoy construyo desde la vena, y con su tinta saludable firmo la declaración de principios a partir de la cual me rebelo ante la crítica y grito desde la colina, como Zaratustra: ¡Adelante! ¡Léeme! ¡Arranca mi corazón palpitante! ¡Crítico, ya llegó el que estaba ausente!
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