Dice el adagio que en gustos se rompen géneros. Y es muy cierto. Confieso que de Francisco Martín Moreno sólo he leído una sola de sus novelas. La primera: México Negro, acerca de la historia de la explotación petrolera en México. La novela fue un éxito de librerías, no dejo de reconocerlo, aunque personalmente me desagradó bastante por la impericia del autor en el manejo no sólo de la construcción de la obra, sino del propio lenguaje.
Pretendiendo hacer una novela histórica, la mitad de la obra sigue el derrotero básico y tradicional de este género, pero a la mitad queda extraviado el personaje principal, el cual para la segunda parte se hunde en el olvido del autor quien ya no lo usa ni menciona para nada. De una ficción histórica, toda la segunda parte se convierte de pronto en una especie de libro de historia escrito por un abogado con aspiraciones literarias.
Pero no se me malentienda. Aquí en Elogio de la Lectura jamás he pretendido poner en entredicho a ningún autor ni a ninguna obra. Cuál sería el elogio si no pudiera observarse la evolución y el tiempo dedicado por un escritor como Francisco Martín Moreno que incluso rompió su matrimonio y abandono la abogacía para concentrarse en la realización de su sueño literario. Si Gabriel García Márquez se aisló del mundo, dando todo su dinero a su esposa y sus hijos, vendiendo su automóvil para crear ese pilar intitulado Cien Años de Soledad del que deriva el resto de su obra. Si Paul Gaugin dejó todo el confort de su trabajo en la banca, acabó con su matrimonio y su familia de clase media alta, para absorberse en su pintura, tú lector, mejor que nadie, puedes juzgar si es o no digno de admiración semejante esfuerzo.
A todos los que nos gusta y nos dedicamos a alguna de las formas artísticas de expresión, a los que estamos comprometidos con el fenómeno comunicativo, de un modo u otro todos estos casos nos sirven de ejemplo tanto luminoso como oscuro.
No es fácil apartarse del mundo (o verse apartado del mundo). Actuar y crear a contracorriente o simulando ir con la corriente. Sobre todo no es fácil pretender evolucionar, aspirar al desarrollo personal con toda conciencia y no sólo como resultado de un accidente de la vida o una ocurrencia en la sociedad.
El estatus que alcanza el artista, sin importar su disciplina, es a la vez el del maldito, el apestado, como el del iluminado, el loado. Entre la imagen del tonto de la colina y la del sacerdote que baja de la montaña para diseminar la novedad, sólo hay un ser humano. Idealista, sí, pero humano.
Estadísticamente se estima que alrededor de un 10% de la población mundial cae en las categorías de personalidad definidas como idealistas. Lo peculiar de estos datos es que sin las ideas que proveen estos idealistas, ninguno del restante 90% de materialistas tiene los fundamentos para generar el cambio. Primero viene la idea y luego la acción capaz de realizarla. Lo arduo está en la transición, en la comunicación entre uno y otro.
Por eso, si bien no he querido leer otras obras del autor en cuestión, elogio su entereza, su tezón. Estoy cierto de que en el camino ha aprendido a sortear los retruécanos y a construir lógicamente, correctamente tanto sus frases como sus argumentos. Prueba de ello es que sigue vendiendo bien, muy bien. Me asomaré un día de estos a otro de sus libros, pero mientras estoy seguro que tú me tomarás la delantera, amigo lector, y algo tendrás qué acotar a este sencillo referente.