DESDE hace algunos años emprendí, en la medida de mis posibilidades, una denodada rebeldía en contra de la difusión a mansalva de textos a diestra y siniestra, y cuyos difusores indolentes no han tenido cuidado de asentar el debido crédito a su autor.
No obstante, no se crea que soy inflexible y, al contrario, a veces prefiero dejar hacer, dejar pasar, antes que amargarme a mí la existencia o a otros. Esta indolencia de muchos lectores tiene sus pros y sus contras, veamos.
Los pros, para empezar con una visión positiva, optimista, apuntan a la pervivencia de las ideas y las obras una vez separadas del autor primigenio y en vías, tal vez, de volverse universales no nada más como referente de gusto, sino incluso clásicas en tanto a lo que, con su vida propia, tienen para dar en fondo y forma a generación tras generación.
Es muy común que esto que anoto ocurra de modo especial a canciones, sobre todo a poemas (vistos como letras de canciones), y de forma hasta grosera a aquellos que, aun siendo de mala factura consiguen ser efectistas y despertar las emociones aun más que el intelecto. Aquí entran pensamientos, frases celebres, extractos de libros y discursos, prosas poéticas, cuentos breves, poemas o estrofas de los mismos que, por su intensión (fuerza interior) y su intención (propósito, meta) consiguen trasvasar la memoria.
Pero, parece que esta práctica extendida, virulenta, no acabará nunca aun cuando hallamos quienes, en defensa del autor, vayamos por aquí y allá aclarando autorías. Sencillamente la gente no da relevancia o más relevancia al autor como a las ideas que acaba por apropiarse y que, con el tiempo, incluso acaban convertidas por virtud de la confusión, la negligencia, la ignorancia o la desidia en productos "anónimos" de uso común o dominio popular, y así los créditos de los creadores no solo se van diluyendo junto con las píngües ganancias por regalías, sino pasan a ser una vaga y dudosa referencia.
Poco importa también si los contenidos están bien o mal hechos, descontextualizados, parciales, distorsionados, fragmentados, o si su traducción ha sido tan libre que ha hecho de la obra original una ni siquiera próxima a lo que los ojos leen.
El oficio de corrector de estilo que alguna vez abracé y hoy es una especie en vías de extinción, a veces obsesiona al punto que, a la luz de lo anotado, topa con la pared de la indiferencia y el texto que detona estas líneas me da elementos para comentar críticamente sobre la pertinencia o impertinencia de andar corrigiendo a los otros cuando uno, a veces o muy seguido, incurre también en lo mismo que pregona.
Un colega escritor —si nos podemos mirar como colegas cuando la producción literaria es tan abismalmente distinta en cantidad y calidad—, Isaac Belmar publicó un ensayo intitulado "La libertad de dar asco" con el que no puedo sino estar completamente de acuerdo. Es válido darnos permiso de escribir mal o, si no mal, de cometer errores. Aunque, entonces, ¿es válido en estos días que se nos corrija y aceptar las correcciones o es preferible dejar hacer y dejar pasar independientemente de la fama de la pluma detrás de las palabras?
Leo el citado ensayo luego de una charla con una amistad que ha leído lo que por ahora está publicado de los episodios de mi saga Calima, la cual no he continuado por estarla sometiendo a una rigurosa revisión concluyendo, entre otras decisiones drásticas, que lo ya publicado tendrá otro orden en el conjunto. O sea, parece que me perdí e invertí tiempo y esfuerzo para nada, mas no es así, sino que de los errores se aprende y nunca es tarde para enmendarlos. Se dice fácil, porque uno se encariña y enceguece con los propios hijos, sin embargo no es sencillo hacer la autocrítica y más cuando no siempre se obtiene retroalimentación de parte de aquellos que, entre el anonimato del público, ni siquiera dan una pista sobre lo que va gustando, funcionando o es un vulgar asco.
Esta amistad, decía, me dijo francamente que ya había leído varios capítulos de Calima pero se había atorado en uno que le pareció complejo (forma diplomática, eufemística, para señalar que le pareció un asco intragable, detalles más o menos). Creo tener idea de a cuál episodio se refiere, pero no me especificó cuál, ni qué en concreto le rebotó muy aparte del lenguaje y/o la construcción gramatical.
Hay muchos factores, aparte de los atribuibles al autor para que un espectador, lector, rechace parte o la totalidad de una obra. Factores que pueden ir del cansancio a la ignorancia. El arco es amplio y pleno de sutilezas ancladas en las particularidades de cada lector, de sus gustos y expectativas.
Las recomendaciones de la mercadotecnia aplicada a la producción artística apuntan siempre a que uno ha de pensar en el invisible, inasible, imaginario consumidor potencial al que se dirigirá la obra. La realidad es que uno, cuando se sienta a escribir, aun habiendo hecho una planeación acuciosa, sobre la marcha en lo que menos piensa es en el público lector potencial, quien al final puede resultar muy distinto del supuesto.
Por lo que toca a mi Calima, como autor de la saga, desde un comienzo tenía la sensación de que algo no iba bien con el planteamiento general de la historia y con la exposición de los primeros pasos. Seguro que en los episodios ahora publicados hay aciertos y errores y eso no me dejaba dormir. La causa era sencilla: no estaba siendo del todo honesto conmigo y tan no lo era que la tardanza en continuar publicando se comenzó a justificar tras los más ridículos pretextos cuando solo era una cobarde procrastinación para no reconocer que mis personajes estaban planos, desdibujados o de plano garrapateados porque quería construirlos de la nada. No había en ellos nada de mí, surgían inquietos pero sin alma, sin meta, sin verosimilitud, falsos. Si yo no podía identificarme con ninguno, fuera de los incluidos en el episodio de corte autobiográfico, qué podía esperar de parte de los lectores potenciales (valga decir en mi descargo que a la fecha de escribir estas líneas el blog de Calima ha ascendido rápidamente en número de visitas a más de ochocientas cincuenta, para mi sorpresa). Sentí asco de mi propio trabajo, pero también, como plantea Berman, experimenté la satisfacción de tener la libertad de dar asco y de confirmar en carne propia que el propio talento no es por fuerza monedita de oro o perita en dulce para caerle bien a todo mundo, comenzando por uno mismo.
Errar es humano, todos lo decimos. Lo difícil es aceptarlo y asumirlo. Por eso mismo sirvan estas líneas como un anuncio de que desde hoy Calima sufrirá, otra vez, un hondo cambio y creo, definitivo. Espero que para bien tanto de la obra, como para mí, su autor, y no se diga para esos lectores potenciales y los que ya, con amabilidad que agradezco, se han asomado a mi incipiente saga.
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