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jueves, junio 02, 2022

Escribir o publicar

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Imagen de Nile en Pixabay 

¿Escribir o publicar? Parecerían cosas distintas y en estricto sentido verbal lo son, pero parece que el entendimiento común las ha terminado empatando hasta confundirlas en su significado. ¿Escribir o publicar? He ahí el dilema.

¿De veras es un dilema? Sí. Porque cuando uno se autodefine como "escritor" los demás casi de inmediato asocian la idea con la de un individuo que ha publicado un libro; y que además ese libro o conjunto de obras le ha dado fama, dinero, prestigio. Nadie se detiene a pensar que, en lo más pedestre, todos somos escritores y cuantimás en los tiempos que vivimos de redes sociales donde, a tiro por viaje y así sea de manera icónica con caritas, signos variopintos, palabras sueltas o enunciados de regular construcción escribimos nuestro pensamiento y sentir acerca de algún asunto de supuesto interés. Todos entonces somos autores que publicamos el producto de nuestra reflexión o invención previamente escrito en la forma de un comentario o inserto dentro de un blog, casi como las opiniones ligeras que emitimos en la charla de café aun cuando no hayan sido requeridas. Algunos podemos estar conscientes de que lo escrito será solo para nuestros ojos o quizá escribamos con el único propósito de ser leídos por el instante. Otros, más presuntuosos, nos volvemos autócratas de nuestros dichos y dictamos a diestra y siniestra los tiránicos productos insuficientes de nuestra pretendida autosuficiencia.

Esa distorsión acerca de lo que es un escritor deriva, es heredada de tiempos antiguos aunque no tanto, pues a solo escasos cincuenta años tras la medianía del siglo veinte, la idea del poder de la palabra escrita en la correspondencia manual o en medios impresos y que presentaba una imagen de autoridad persiste necia. En aquellos tiempos, las universidades incluso tasaban (algunas insisten en ello) el valor de sus académicos en la medida de que escribían, publicaban sus investigaciones, ensayos u ocurrencias en las revistas especializadas o como sesudos artículos de opinión en medios periodísticos de interés general. Hasta los políticos le entraron a esa moda que persiste en nuestros días. Porque escribir está ligado al derecho de expresión como publicar lo extiende ese derecho al de la libre difusión de las ideas, aunque estas dependan a veces de las permisivas tendencias del régimen de turno.

Ver el propio nombre impreso es toda una sensación de celebridad y es fácil olvidar que celebérrimas obras duermen el sueño de los justos en las estanterías. Lo que hoy aplica además y también a otras maneras como las videoconferencias y otros géneros expresivos.

Ahora, eso de "libre" está por verse. Porque por muy buen escritor o "influencer" que se sea en forma y/o fondo, sus ideas acaban sujetas a un mercado de lectores y anunciantes que pueden ceñirse a la familia, los amigos o el planeta. Como nada ni nadie obliga a nadie a leer lo que todos producimos, en la ecología informativa cada obra incide aumentando la presión termodinámica ocasionando un aumento de la entropía. O sea, pedanterías aparte, no todos tenemos ganas, tiempo, disposición o capacidad para leernos entre todos por muy bien que algún estratega mercadológico nos venda. En medio de tal caos, los gustos imperan en nuestras conciencias, y ocurre al final del día que el rating de un escritor queda determinado por las expectativas comerciales e intelectuales de quienes podrían posar sus ojos en sus obras. O para decirlo en otras palabras, queda sujeto a los vaivenes de los silencios y displicencias propias y ajenas.

Entonces hoy más que antaño se ha hecho de estos verbos, escribir y publicar, extensiones del dilema existencial shakesperiano y lo ha agravado. Los poetas y juglares de ayer son los compositores de hoy y todos quieren ser cantados. Los filósofos de ayer son los gurús de hoy y todos quieren ser seguidos. Los nobles burgueses de ayer son los príncipes de ahora y todos quieren ser gustados. La diplomacia se dirime en Twitter. Las guerras se libran entre visitantes y seguidores. La verdad es la principal baja devaluada por el capricho personal que, siempre sujeto al pretexto de gozar de "otros datos", puede mostrar el mundo del revés como certitud indiscutible. La librería y la biblioteca de ayer se hallan encerradas bajo los cálculos de un algoritmo de búsqueda y más pronto que tarde tus palabras y las mías acaban catalogados por una bibliotecaria de inteligencia artificial, puestas en el fondo de lo execrable o en la pila de lo notable.

Entonces, ¿para qué escribir y para qué publicar? Aquél dirá que es una necesidad íntima, que no puede vivir ni vibrar sin hacerlo (yo caigo un poco en esa categoría). Ese otro alegará que lo hace por atender a las necesidades de un público lector idílico a quien debe un compromiso de orden social. Y no faltará quien cínico afirme que alguien tiene que hacerlo. Y así dividimos el mundo de la expresión en tres grupos, el de quienes dominan la expresión, el de quienes dominan la publicación, y el de los autónomos rebeldes que, dominando o no ambas prácticas las llevan a efecto con regular pundonor (creo que también caigo en esta clasificación). Cabría, siendo justos, añadir un cuarto grupo, el de los escritores y publicistas inerciales que son aquellos que escriben y publican como cagan y mean, es decir por puro instinto, a veces dejando diarios rastros de su mierda en el camino, a veces abonando el terreno para bien de las semillas y sus frutos venideros (¡caray, quizá soy más bien hierba silvestre colada en este conjunto!).

Quien escribe a veces solo hace textos como este mío de ahora, abriendo la jaula de las palabras liberándolas. Algunas emprenderán el vuelo extraviándose en lontananza. Otras, más acostumbradas al encierro de la comodidad se posarán en los ojos cercanos y ahí piarán y aletearán agradecidas de hallar en ellos un nuevo hogar. También están las que, desorientadas y quizá fúricas arremetan como cuervos o urracas ladronas picoteando atraídas por el brillo de las inteligencias o de la estulticia en las testuces, quizá cegando lumbreras.

Quien escribe siempre tiene la tentación y corre el riesgo de ir más allá de las palabras y de las líneas en que las forma. Es decir, la metáfora se vuelve el pienso de esas criaturas, esos fénix necios que resurgen siempre de las cenizas del olvido, porque lo que dijo ayer uno, mañana lo repetirá otro tal vez con diferente plumaje más o menos llamativo o de plano vistiendo los ropajes plagiados arteramente para disfrazarse de farol entre la anomia.

Parafraseando a Hamlet, pues, ¿escribir o publicar? ¿Qué es más levantado para el espíritu? ¿Sufrir los insultantes dardos del ninguneo y la indiferencia de los lectores potenciales; o haciéndoles frente dar fin con denodada resitencia a un piélago de calamidades interpretativas por parte de esos lectores y los editores? Escribir es publicar. ¿No más? Y pensar que escribiendo damos fin a los pesares del corazón y a los golpes de la existencia consumando los deseos del raciocinio. Escribir, publicar; publicar, tal vez soñar. ¡Ay, he ahí el obstáculo! Porque tal vez publicando nos soñaremos libres de las trabas de la muerte y del olvido, gozando de la pausa que el respeto ofrece a la prolongada inquina del infortunio. Pues, ¿por qué soportar desprecio, injurias, orgullo, congojas desatadas por despecho, prevaricaciones y prórrogas de la ley, las insolencias del poder que ameritan paciencia y dignidad cuando se podría hallar la paz con una simple pluma, un humilde lápiz o un procesador de palabras en la computadora? ¿Cargar los significados, sudar, gemir, palpitar bajo párrafos largos, aventurar palabras infrecuentes como barcas inciertas derivando entre líneas como meandros de un río de palabras nacido en la mirífica fuente ubicada en las montañas de la imaginación, a pesar de temer la muerte del enunciado que habrá de desembocar en el delta donde se mezcla la frescura con lo rancio del oceáno de información, esa ignota zona de cuyos límites no acierta a regresar idea alguna sin sufrir menoscabo de los vientos, todo eso confunde nuesta voluntad creadora y nos hace soportar los males presentes antes de lanzarnos a lo desconocido? La conciencia así, a todos quienes aspiramos asumirnos artistas, escritores, distintos en la expresión de los demás mortales, nos acobarda y así, el matiz de la resolución palidece con el reflejo de la palabra expuesta, y las obras fuertes y oportunas por esta causa tuercen su corriente y nunca más salen siquiera de la estantería o, peor, de las puntas de nuestros dedos. Pero, ¡callemos, que Ofelia viene! Ninfa lectora, a tus manos y ojos encomiendo mis negros signos y hagan mis silencios el rumor de tus rezos.

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