LA SEMANA PASADA fui al cine con un buen amigo a una función de media noche que no es como las de mi juventud. No vimos "Emmanuel 75" o "Garganta profunda 87, atragántate con esta". Vimos "El Hombre Araña". Siendo de media noche primero pensé, ¿qué le voy a ver al héroe! No es lo mismo los huevos de la araña negra que... Pero ¡ash! el hombre no arañó ni el asiento, jajajaja... Luego mi amigo y yo charlamos largo, analizando la película como acostumbramos. Estábamos en mi casa. De pronto vi una rara sombra sobrevolar las escaleras de la sala.
Yo estoy acostumbrado a las manifestaciones "sobrenaturales" que suceden en mi hogar aun desde antes de la muerte de mis padres. Mi amigo también ha experimentado algunas de ellas. Esta vez se sintió incómodo.
Pasaron los días. El jueves 17 de abril murió el grandioso Gabo. El viernes sucedió el temblor de más de siete grados que sacudió a la ciudad y me llamó una querida prima y bruja cartomanciana (los primeros ojos verdes fulgurantes que iluminaron mi vida, desde antes de mi primera musa) para saber si me encontraba bien. Charlamos de esto y lo otro y aquello y de que mi abuela Luisa, que ella conoció bien, había leído en su juventud la baraja española hasta que cumplió una manda de retirarse tras curarse mamá de un accidente por el que, siendo una adolescente, picando cebolla, se cortó una falange de un dedo. Contaba mamá que mi abuela Luisa era muy atinada en sus vaticinios y la buscaban mucho las señoras pomadosas para consultarla en calidad de oráculo.
Volvieron a pasar los días con sus horas. Una noche, Micha estaba de necia maullando sin que yo comprendiera sus motivos, me miraba como fastidiada de tratar de hacerse entender, de pronto abrió por completo sus ojos y movió la cabeza rápidamente dirigiendo la mirada a un punto sobre mi cabeza, un segundo después salió corriendo de la habitación dando fin a su necedad.
Esta mañana... ¡Pum! Un golpe sonoro y el movimiento brusco de mi cama me despertaron de pronto. Inmediatamente hice en un santiamén asociaciones lógicas sobre la fuente: no podía haber sido ocasionado en la casa del vecino pues la cabecera ni hizo ruido. Me levanté, di una patada a cada lado de la base de la cama. El sonido era idéntico. Por supuesto no podía corroborar el movimiento de la cama como consecuencia de la patada, pero era obvio. Descarté otras causas lógicas como que era absurdo que la gata ocasionara algo semejante. Así, sólo pensé: alguien me pateo la cama, pero ¿quién? Más tarde, en las noticias confirmé como falsas mis sospechas de algún estallido como el sucedido en San Juanico hace una veintena y que se sintió hasta en mi casa, a muchos kilómetros de distancia. Aquella vez comencé a soñar la pesadilla de que soldados del ejército estadounidense arremetían con ariete contra la puerta en medio del fragor de una encarnizada batalla. ¿Qué había pasado ahora?
Mi madre me despertaba o llamaba (incluso un par de veces tras su muerte) susurrándome al oído, acariciando mi cabeza con suavidad o gritando mi nombre o haciendo ruidos desde su habitación o la de enfrente, casi como hace Micha que por cierto, ¡qué coincidencia! llegó a mí, me adoptó justo el día del cumpleaños de mi Coneja cabeza de alfiler. Sólo quedaba la posibilidad de que el causante hubiera sido mi padre, el pícaro Duende Verde.
Cuando yo era chico a él le daba por despertarme jugando a la motoconformadora. Como él, siempre he tenido el sueño muy pesado, así que él llegaba temprano, me daba mi mamila y colocaba sus brazos bajo mi cuerpo y las cobijas; haciendo ruidos como de motor ¡bssss! ¡groarrrrr! ¡pfff! ¡uuuugrrr! Con sus brazos me iba removiendo y empujando hasta provocar divertido mi caída de la cama, y yo lo dejaba hacer también gozando el momento, excepto por el asqueroso embrión de huevo con que él hacía mis licuados y que invariablemente se atoraba en el orificio del chupón (hasta los nueve años disfruté de este tratamiento de bebé; a diferencia de mi padre, mi madre separaba el embrión). Luego de caer, yo volvía a la cama y a seguir durmiendo.
Mi horario habitual es más bien vespertino y nocturno, como de gato, crepuscular. Desde bebé voy conciliando el sueño a eso de las tres de la mañana, así que entro en la oscuridad del dormir cuando dicen que empieza la actividad de los espantos.
No puedo achacar mi puntual impuntualidad a mi padre, pero en buena medida contribuyó a que adore la cama, a que procure dormir mis ocho o nueve horas, pero también a llegar corriendo a la escuela y otros sitios hasta que mamá tomó las riendas y ni así. Ya adulto, ni siquiera mis dos despidos laborales que usaron ese pretexto cuando las causas reales obedecían a otros motivos, ni el psiquiatra con que me sometí a terapia para ajustar mi ciclo circadiano consiguieron ciento por ciento su cometido de meterme en la norma. Por lo tanto, sólo mi padre muy dado a las bromas pesadas pudo haberme movido el lecho; es más, haciendo memoria creo recordar que alguna vez en esos años de infancia me lo hizo eso de patear la cama, pero no es igual despertar abruptamente y ver a papá atacado de la risa que despertar igual y no ver al causante.
Poco después de la muerte de papá le dije que podía venir a visitarme cuando y cuanto quisiera, y sabiendo su interés y curiosidad por la tecnología lo conminé a emplearla para contactarme. Pronto hizo lo propio y una noche, cuando estaba yo comenzando a dormir, en mi celular sonó solito un archivo de audio de broma muy simpático que algún amigo me había enviado tiempo atrás con motivo del Día de la Madre. Era el tipo de vaciladas que a papá le habrían gustado recibir y enviar del modo como hizo el lapso que usó la computadora. Sospeché la causa, pero no hice caso. Minutos después, el mismo audio volvió a sonar; entonces percibí con toda claridad a papá (a mis muertos no los veo o escucho, los presiento) y charlamos y recordamos anécdotas y contamos chistes y reímos, como reí esta mañana cuando caí en cuenta de su broma. Es más seguro que eso sea y no un lúgubre aviso de alguna pena por enterarme.
A pocos días de la muerte del creador del realismo mágico, luego de presenciar una luna enrojecida, escribo esto y dudo. Lo narrado aquí no es propiamente un cuento ¿o sí? ¿Dónde queda la frontera de ese país fantástico, mágico en que las mariposas amarillas transportan levitando a la memoria a su morada de olvido y la realidad?
En 1998 decidí escribir la novela sobre la historia de mi genealogía, pero es tiempo que no trazo ni una línea. Sólo he acumulado apuntes de investigación, datos. Hacia 2002 leí una novela alrededor de este tema, La Lágrima. Historia de una familia que bebía de los vientos, escrita por Ignacio Gómez-Palacio, que me cimbró. Muy cercana en algunos aspectos a mi familia, la familia en que se centra la historia narrada en esa novela situada en Michoacán (de donde también es parte de mi familia materna) experimenta entre otras cosas cómo los alacranes precedidos de mariposas negras anunciaban horrorosamente el final de alguno de los miembros. Quién me hubiera dicho que me sucedería algo semejante; no lo habría creído, pero pasó especialmente con los decesos de mis familiares maternos.
En 2013 al fin me decidí a leer Cien años de soledad. Me sentí con la madurez suficiente para apreciar la novela de Gabriel García Márquez de quien ya había leído otras obras y esta aguardaba en la estantería desde los años setenta del siglo veinte.
Tras leer este libro más me he detenido en la empresa de escribir la novela de mi genealogía. Temo caer en lugares comunes, imitar involuntariamente al genio colombiano porque también en mi historia familiar hay mucho de realismo mágico. Sé por dónde empezar, pero no por dónde transitar.
¿Y si fue Gabriel García Márquez quien pateó mi lecho como una especie de enviado para sacudirme, mi personal Melquiades para sacarme del marasmo y evitarme ser un remedo del Coronel Aureliano Buendía, o como José Arcadio perder la cordura y morir atado al tocón del jacarandá en mi jardín y que está pendiente de que ponga manos a la obra en tallar el torso inscrito en la suave madera; porque tengo tanto manuscrito por leer y escribir?
Tendré que esperar al próximo espanto para saber qué quiere de mí ahora mi soledad.