En Facebook suelo solazarme con poemas de lo más variopintos. Recientemente una escritora y promotora cultural solicitó mi amistad. Acepté gustoso. Me han sorprendido varias de sus publicaciones, pero hoy quiero compartir y someter a Elogio este poema.
Ven amor, siéntate aquí
taparé con cuidado las heridas de tu cabeza con el poco cabello que te dejé
tendré cuidado de no lastimarte más
hielo en los moretones y pomada para tus huellas digitales que han desaparecido
ven amor, déjame mirarte, eres perfecta, así delicada y silenciosa
trastornada, dopada
dolida y vulnerada
así me gustas tanto... eres tan manipulable.
Ven amor cuando hayas recompuesto tus ojos ahora de loca
cuando vuelvas a ser tú, de cualquier manera me volveré a ir.
(Verónica Lozada, en Tráfico de Orquídeas)
Yo quiero destacar la belleza del texto y de la sensualidad que extrae de un momento, pues, aún siendo el trasfondo un horror, la escritora ha conseguido (lo que sólo los poetas consiguen) hallar lo sublime.
Moralmente cualquiera puede considerar lo descrito e incluso estas palabras mías como reprobables, pero en el actor que ejerce la violencia traslucida en estos versos es claro que la moral no tiene cabida, ni la inmoralidad. Se trata del retrato de un ejercicio de amoralidad total.
El arte, para cumplir cabalmente con su función social requiere ser amoral para, desde esa postura, sentar las bases donde se acomoden los valores de quienes, expectantes, atienden e interpretan su mensaje. No es un asunto de normalidad o anormalidad, porque si a esas vamos, lo más normal en el ser humano (aunque no nos guste reconocerlo) es justamente lo que más nos espanta de nosotros mismos, los monstruos que habitan en nosotros y que, con el estímulo más preciso, asoman. Quisiéramos no ser violentos y que la razón y la voluntad y la fe bastaran para erradicar la violencia de nuestra naturaleza, pero seamos realistas, a lo más que podemos aspirar es a controlar nuestros miedos y nuestras perversiones, a hacer conciencia de ellos y, en la medida de lo posible enfatizar lo positivo que nos define en tanto criaturas humanas.
Una revisada a Kant no viene mal. Jamás, en ninguna cultura, ninguna forma de arte cae en la categoría estética de sublime (lo máximo de la belleza, sin epítetos). A lo más que puede aspirar el arte es a extraer de la naturaleza los rasgos que de lo sublime se percibe en ella. No todo en la naturaleza es agradable a los sentidos; la muerte, la crueldad, el horror son parte de la naturaleza y de la vida y conllevan su carga de sublimidad.
La naturaleza, en este grado y nivel estéticos es intrínsecamente amoral, no puede serlo de otra forma. Es la razón pura, libre de imperativos categóricos, la que nos subyuga desde la realidad misma. Y es la razón práctica del juicio moral, la que acomoda y antepone los imperativos categóricos debidos a la cultura y la civilización y la experiencia personal que posibilitan el entendimiento y el discernimiento de lo malo y lo bueno. Tan ajustado a las normas de la naturaleza es cazar como lo es en tanto que es necesario para sobrevivir. Por eso es normal. Lo que sale de la norma es la perversión del acto, su depravación. Los animales se maltratan unos a otros sin misericordia, como parte de su naturaleza. Los seres humanos, más desarrollados, hemos creado las categorías del bien y el mal y cada cual acomoda sus valores según sus prioridades, lo mismo el asesino que el santo. Con todo esto no estoy, ni con mucho, planteando una apología de la violencia. Lejos estoy de semejante estupidez. Pero tampoco me voy al extremo contrario. Simplemente señalo y recuerdo que el horror, lo horroroso, la monstruosidad también son sujetos de una estética.
Comencé trayendo a colación a Kant, porque es el autor que mejor define y comprende el concepto estético de lo sublime. El texto elogiado aquí sublima (esto no significa que "haga bello", aunque la autora no lo haya pretendido), el horror y la repugnancia de la violencia y el maltrato. Si la violencia en sí misma, en tanto acto natural no implicara en sí misma la sublimación de lo que ocasiona a los sentidos, ni la autora ni nadie podría escribir algo como lo que ha compartido, independientemente de los motivos que la llevaron a plasmar lo expresado. Es precisamente porque rescata lo sublime del espanto y del asco que consigue un efecto en el lector. Y eso y no otra cosa es lo que me lleva a hacer el correspondiente elogio de la lectura, sin ánimo de entrar en polémica.
La autora, en los comentarios a su publicación, ha expuesto su desacuerdo con esta tesis, lo cual felicito en su derecho. Ahora bien, su desacuerdo en realidad, me da la impresión, no obedece a un análisis racional de lo dicho, sino más al desatino comprensible de la emoción de quien, habiendo experimentado el horror, si no en carne propia, al menos de manera muy cercana, termina enceguecido por la emoción, por la repugnancia del acto y su síntesis en la forma de sus efectos nocivos para la psique, tanto como para el cuerpo e incluso la sociedad. Quizá más de un lector verá, notará en estas líneas una espantosa frialdad analítica. Y la hay. El artista, para conseguir un efecto y transmitir un mensaje trabaja internamente en dos vías: experimentando la emoción, viviéndola; y expresándola despojada de toda pasión. En la obra conviven la acción del ejercicio de vivir y la pasión de contemplar los efectos de dicho ejercicio. En el camino y el trabajo de expresar el resultado de su síntesis perceptual, puede y de hecho lo hace inducir principios de índole axiológica, lo que de ninguna manera es reprochable, pues la metafísica de la expresión implica también el establecimiento y la definición de una postura, es decir de una actitud estética frente a las cosas y la existencia.
En tanto polos del intelecto, acción y pasión se oponen y complementan. Especulemos un poco y pongamos por caso la imagen y la escena que se adivina en el texto que vamos elogiando. Supongamos que soy el actor. He drogado, golpeado, vejado brutalmente a una mujer, tal vez mi pareja. Dejándola como Santo Cristo si no peor, tendida en una cama o el suelo yace desnuda y con todas las huellas del castigo evidentes. Sangre, moretones, llagas, vestiduras rasgadas, humores, ayes completan la escena. Esto no es lo que describe directamente el texto, sino lo que sigue: el momento pasional de la contemplación de la obra terminada por parte del autor.
Es decir, la suma de sensaciones, visiones, estímulos que me hacen, en tanto perpetrador, atender a lo hecho con fruición post facto casi equivalente a la del cocinero que, terminado su platillo, lo degusta para calar sus propiedades y justificar la calidad de su arte culinario. Aquí, yo me solazo con las señas de mi monstruosidad y del alcance de la misma para acomodar las cosas de mi interés a mi entero gusto. Si la mujer ya me gustaba virtuosa, ahora desvirtuada me excita, me fascina. Por supuesto, en tanto lector, alejado naturalmente del hecho originario de la obra, puedo reaccionar y lo haré identificándome con lo retratado. Esa identificación es indefectible, tanto que lo haga como victimario o cual la víctima. Me vuelvo por vía del arte de un poeta o un pintor o un cineasta testigo virtual de la podredumbre que acompaña y define mi humanidad, sea que ejerza dicha corrupción o no. Así, por virtud de una actitud estética, es decir sensible, o sea con los sentidos dispuestos y abiertos, alcanzo el éxtasis, sea en la forma de la execración moral ocasionada por el morbo de la perversión o de la epifanía mística resultante de la contemplación de lo sublime.
¿Cuán superficialmente ha de leerse un texto como el compartido? Eso, amigo lector, sólo tú lo puedes determinar para ti mismo.
NOTA. Para abundar más alrededor del tema, recomiendo leer el siguiente ensayo de entre muchos que pueden conseguirse en librerías, bibliotecas y en internet:
Estética del Horror, así como revisar la bibliografía sugerida en este programa académico :
http://www.udp.cl/minors/docs/filosofia/estetica_terror.pdf